Opinión

Un andaluz en la corte de Carlos III

Un andaluz en la corte de Carlos III

Por Eduardo Sanz Campoy

Pamplona/Iruña, 8 de septiembre de 2018

Como andaluz, llevo yendo a procesiones desde que tengo memoria. Recuerdo pasar noches enteras a hombros de mi familia viendo al Cristo del Gran Poder y la Virgen de las Nieves, pero también recuerdo cuánto me aburría esperar de pie durante horas (porque de lo contrario,  perdías el sitio al instante) a que estos pasaran. Me llevaban con la excusa de que algunos penitentes daban caramelos, aunque estos llegaban derretidos por el calor que hacía en la calle, y aún más en su sotana. Por supuesto, cuando uno crece, se da cuenta del enorme valor artístico y espiritual de las procesiones, pero si me hubiesen dado a elegir entonces, no me cabe duda que habría escogido la celebración de aquí.

Dos filas abarrotadas se formaban a cada lado de la calle, y por el centro pasaba el Cristo/Virgen en cuestión. El silencio cuando los mozos y músicos descansaban era sepulcral y solo se veía tímidamente roto por las preguntas de “¿Cuánto queda ya?” de niños como yo, a quienes nos dolían los pies y encima, no habíamos conseguido ningún caramelo. Es por esto, que cuando esta mañana he visto a gigantes y cabezudos recorrer las calles me he quedado tan sorprendido.

Aquí no hay filas ni silencios, la multitud se integra con la comparsa y hay que apartar a la gente de los pies de los gigantes. Con paso ligero recorren la calle danzando y dando vueltas. Esto no es un ejercicio de solemnidad, es de gozo y alegría. Cuando estos descansan, los niños corren y se metan bajo las faldas, pero basta con que los músicos den una nota para que, como si de un ejercicio de sincronización se tratase, los padres cojan a sus hijos y los aúpen al unísono.

Llegan al ayuntamiento y aparecen los cabezudos. Ya los había visto en alguna que otra foto, pero sigo repitiendo que su diseño (destacando a Caravinagre) es excepcional. Los niños corren de ellos y hacia ellos. Se mofan y huyen mientras les persiguen con las vergas en la mano. Allí nadie se salva de un coscorrón, y si pasas los 10 años, te va a caer una buena.

En definitiva, la fiesta aquí es mucho más cercana. No hay un espíritu de devoción por lo divino, si no de pasión por lo cercano, por lo humano de juntarse jóvenes, viejos y adultos en una plaza y corretear sin otra pretensión que honrar el privilegio de unirnos.