Las flechas de Cupido cambian de dirección: el amor está en el cerebro

Las flechas de Cupido cambian de dirección: el amor está en el cerebro

José Ángel Morales García, Universidad Complutense de Madrid

Numerosos estudios del cerebro basados en el uso de resonancia magnética funcional han demostrado que nos enamoramos gracias a 29 áreas cerebrales distintas, que dependen de hasta 10 sustancias neuroquímicas. En el cerebro tenemos unos 100 000 millones de neuronas. Teniendo en cuenta que el número de neuronas en el corazón es de unas 40 000, ¿seguro que el corazón es el mejor sitio para promover un enamoramiento?

Como casi todo, el amor también nos entra por los ojos. Cuando vemos a una persona que nos atrae, nuestros ojos envían esa información visual a la corteza occipital, la parte del cerebro que te dice lo que estás viendo, por ejemplo, una cara. De ahí, la información pasa al giro fusiforme, que es la estructura que determina si lo que estás viendo te gusta o no. Todo este proceso tarda unos segundos. Si realmente lo que estás viendo te gusta, entonces podemos hablar de “amor a primera vista”.

Marchando una de dopamina

A partir de aquí todo se complica, y el cerebro se convierte en un maremágnum de neurotransmisores, neuromoduladores, neuropéptidos y hormonas. Y la estrella indiscutible de toda esa actividad es un neurotransmisor llamado dopamina.

Cuando el giro fusiforme ha determinado que lo que has visto te gusta, envía la información al área tegmental ventral, que comienza a liberar dopamina hacia distintas partes del cerebro. Y ya sí que no hay vuelta atrás. Esa dopamina va al núcleo accumbens, relacionado con el placer y las adicciones, lo cual nos proporciona un “chute” de felicidad. Por eso el amor es como una droga.

Parte de la dopamina liberada llega a corteza prefrontal, responsable de la toma de decisiones, y la apaga, de manera que dejamos de ver los defectos de esa persona y solo vemos lo bueno. El amor es ciego –literal–.

Cuando la dopamina llega al hipocampo, relacionado con la memoria, genera recuerdos muy intensos de los momentos vividos, de ahí que casi todos recordemos nuestro primer beso. Al llegar la dopamina a la amígdala, muy relacionada con las emociones, nos crea una sensación de tranquilidad.

Recordamos el primer beso por la acción de la dopamina en el hipocampo. Spencer Davis / Unsplash

Pero también ocurren otros cambios en el sistema nervioso simpático: el corazón se acelera, el tracto intestinal se altera (“mariposas en el estómago”), las pupilas se dilatan y aumenta la sudoración –esto último ya no parece tan romántico–.

Muchas de estas regiones ricas en dopamina forman el sistema de recompensa del cerebro, es decir, el amor proporciona un placer similar al que experimentamos cuando comemos lo que nos apetece o nos compramos algo que nos gusta mucho.

Curiosamente esas mismas áreas cerebrales son las que se activan durante el consumo de drogas y están muy relacionadas con la adicción. ¿Será por eso que el amor es adictivo? Algunos estudios científicos afirman que el amor romántico es un tipo de adicción.

Noradrenalina y serotonina, compañeras de viaje

La dopamina no está sola en su cruzada por el amor. Viene acompañada de noradrenalina, que nos crea ansiedad cuando la persona a la que queremos no contesta a nuestras 15 llamadas y 40 mensajes de Whatsapp. Y esto está muy relacionado con otro neurotransmisor, la serotonina: cuando sus niveles disminuyen, como ocurre en personas con trastorno obsesivo compulsivo, nos vuelve obsesivos.

Pero, ¿cómo sabemos lo que pasa en el cerebro cuando estamos enamorados? Gracias a los estudios basados en el uso de resonancia magnética funcional, que permiten “fotografiar” al cerebro enamorado. Para ello, se analiza la actividad cerebral de sujetos a los que se les muestran distintas fotografías que se van intercalando: de la pareja, de un amigo y de un desconocido.

Tomando como base las fluctuaciones en el flujo sanguíneo, oxigenación y consumo de glucosa, entre otros, que ocurren en el cerebro tras ver las imágenes, se pueden representar mediante colores las regiones cerebrales que participan en el enamoramiento.

El proceso de enamoramiento es un proceso neuroquímico muy intenso, por eso no dura eternamente, se estima que entre 3 y 4 años. Tras este tiempo, el cerebro se “desensibiliza” y la producción de dopamina decae. Pero esto no quiere decir que la llama del amor se apague.

Que no decaiga la llama: llega la oxitocina

¿Qué pasa entonces? Que entran en acción otros núcleos cerebrales y otras hormonas como la oxitocina y la vasopresina, que fomentan otros sentimientos como el apego, el vínculo a la pareja y la fidelidad.

Los estudios sobre estos mensajeros químicos se han realizado en hombres y mujeres con más de 20 años de vida en común. Nuevamente, basándose en la sucesión de imágenes de la pareja, de un amigo y de un desconocido, se pueden estudiar las distintas áreas cerebrales implicadas.

Pasado el tiempo, siempre quedará la oxitocina. Pasjamil / Pixabay

Aunque la imagen de la pareja activa áreas cerebrales de recompensa similares a las del enamoramiento, lo que se activa sobre todo son los sistemas cerebrales relacionados con el amor materno, como el globo pálido, la sustancia negra, el núcleo del rafe o el tálamo. Es decir, se potencia la aparición de sentimientos de apego y vínculo.

Para evitar un triste desenlace de esta historia de amor, hay que estimular la producción de oxitocina, y esto se consigue fomentando actitudes como la amistad con la pareja, la admiración o la complicidad.

La neurociencia ha dado explicación a muchos de los procesos neurológicos que ocurren durante el enamoramiento. Sin embargo, otros muchos siguen siendo aún un secreto de la naturaleza … y de Cupido. Algunos visionarios ya nos avisaron hace siglos:

“El amor no mira con los ojos, sino con la mente, y por eso al alado Cupido lo pintan ciego”.

William Shakespeare, El sueño de una noche de verano.


La versión original de este artículo fue publicada en la página web de la Oficina de Transferencia de Resultados de Investigación de la Universidad Complutense de Madrid.


José Ángel Morales García, Profesor e Investigador Científico en Neurociencias., Universidad Complutense de Madrid

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.